Carolina Vásquez Araya (@carvasar) Periodista Chilena Radicada en Guatemala Directora de Revistas y suplementos Prensalibre
Heredamos un planeta rebosante de vida, pleno de recursos, generoso, de una belleza sobrecogedora y no hemos hecho más que destruirlo.
En los recientes años se ha producido una toma de conciencia generalizada -inusual en los estamentos del poder mundial- sobre los alcances del calentamiento global producido por el efecto invernadero. Para algunos, ha sido una revelación. Para otros, sin embargo, es un motivo más de discusiones sin fin, con el propósito de retardar lo más posible las medidas correctivas y preventivas, las cuales representan un obstáculo a sus intereses corporativos.
Sin embargo, también se ha producido un cambio sorprendente de discurso en los gobiernos de ciertos países industrializados que hasta hace muy poco negaban sistemáticamente la existencia del fenómeno, cuyo avance se desarrolla ante la impotente mirada de los ambientalistas y de los pueblos que padecen sus efectos.
Los organismos mundiales y los eventos en donde se reúnen los jefes de gobierno del primer mundo ya han incluido en sus agendas el tema ambiental. Comienzan, quizá, a percibir que ya no es cuestión de competencia de mercados, sino algo mucho más importante: la vida humana y la supervivencia de las especies que aún quedan sobre la Tierra.
En estos foros mundiales se ha logrado presentar estudios y pronósticos a cual más pesimista sobre lo que espera al planeta y sus habitantes de continuar con el derroche de recursos no renovables, la extinción de especies animales y vegetales, la depredación de los bosques y la explotación inmisericorde de los mares.
A esta fórmula solo resta añadir un factor esencial para detener la catástrofe ambiental, y es la voluntad firme de los Estados de hacer valer los protocolos –empezando por firmarlos y ratificarlos- asumiendo el compromiso de respetar todo acuerdo destinado a salvar al planeta.
Poco se puede agregar a la lista de horrores ecológicos producto de un concepto monstruosamente equivocado de la libertad, de la superioridad de la especie humana y de lo que se entiende como propiedad privada. Esto, más el pésimo control sobre la actividad agrícola e industrial en el mundo entero, constituyen las bases del desastre irreversible del cual muchos gobiernos y organismos internacionales empiezan ya a lamentarse.
Plantar arbolitos y creer que con eso se hace un aporte significativo a la recuperación del equilibrio global, es una gran mentira. Lo que se debe plantar son las bases de una educación orientada al respeto por la naturaleza en todas sus formas, incluyendo el concepto en el contenido de las materias científicas y sociales que se imparten en colegios y escuelas.
Hay que plantar en la conciencia de cada ser humano la idea de su participación activa en actividades cotidianas de aporte a la recuperación del planeta: uso racional del agua, hábitos de reciclaje de todo material desechable, comprensión de los fenómenos que le rodean y sobre los cuales puede influir.
De no producirse un cambio radical de actitud en todos y cada uno de las personas que a diario contribuyen a ensuciar, destruir y desperdiciar los recursos de su entorno –más una legislación estricta en materia de actividades agropecuaria e industrial- los efectos del calentamiento global, sumados a la acelerada erosión de grandes porciones de tierra, serán imposibles de contener. De todos modos, a estas alturas sus efectos ya son irreversibles. El concepto absurdo y arrogante de la superioridad del ser humano se ha convertido en la condena a muerte de muchas especies vivas y de otras en peligro de extinción, a las cuales ahora se suma la nuestra.