Por Carolina Vasquez Araya (@carvasar )periodista Chilena Radicada en Guatemala
Es cosa de seguir de cerca algunos casos de femicidio o situaciones en las cuales la mujer haya sufrido un maltrato contínuo hasta el momento crítico -cuando por fin se atreve a denunciar o huye del hogar- para constatar la tristeza de esa profunda soledad. No hay cómo describirlo, es una mezcla de indefensión con un poderoso sentimiento de culpa y, como aglutinante, la censura de la sociedad.
Una mujer maltratada es una especie de paria en su entorno. Carente, por lo general, del soporte de familiares y amigos, ya sea porque ha callado su tortura o porque se han cansado de verla sufrir sin defenderse, se la percibe como víctima propiciatoria de un sistema de valores caducos cuya realidad no parece ser susceptible de cambio alguno. Este es el cuadro más evidente. Sin embargo, hay otro maltrato solapado, disfrazado de legitimidad, sutilmente plantado en el imaginario social, capaz de golpear con efecto residual trascendiendo generaciones. Es el ejercido por el empoderamiento de los hombres del entorno familiar y social, quienes por razones de costumbre, tradición y muchas veces con soporte legal, toman el control del cuerpo, el patrimonio, la voluntad y el derecho a la libertad de las mujeres.
La soledad de una mujer maltratada, sin embargo, no tiene solo que ver con su entorno inmediato, tampoco el sistema institucional manifiesta la empatía necesaria para responder a su llamada de auxilio con la sensibilidad y corrección debidas. El momento de la denuncia se transforma en otra forma de victimización tanto o más cruel, desde el momento que son los llamados a protegerla y brindarle la orientación para exponer su caso y buscar justicia.
Es el caso de una ciudadana chilena, víctima desde hace casi una década de una virtual esclavitud por parte de su conviviente guatemalteco. Madre de una niña de 8 años y un niño de 6, quienes fueron alejados de su madre gracias a algún truco mágico que se los arrebató en menos de 48 horas por orden de la PGN, ha sido reiteradamente victimizada por jueces y abogados quienes han llegado al extremo de acusarla de inmadura y débil mental por haber denunciado el maltrato sufrido ante el Ministerio Público.
Esta situación no es única, las influencias y conectes bien aceitados en las instituciones de justicia comienzan a hacerse cada vez más evidentes. Maridos o convivientes denunciados por violencia intrafamiliar acuden ante un juez con acusaciones de prostitución y abandono en contra de su pareja, con el propósito de quitarle a sus hijos y usar ese mecanismo como palanca para sacudirse de encima las sindicaciones de abuso. Y el sistema lo permite.
El abuso, las violaciones sexuales, el acoso, las intimidaciones y amenazas en contra de una mujer no son algo normal. No son parte del derecho conyugal, están fuera de la ley. Constituyen delito y esto ya deberían saberlo las autoridades, quienes actúan de manera instintiva en favor de los agresores, quizá movidas por ese paradigma de la misoginia, tan marcado en la sociedad. Por lo tanto, la castigan por ser débil, por no saber defenderse, por ser víctima. Y, en ese preciso instante, se convierten en victimarios y cómplices.
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