Por Carolina Vásquez Araya Periodista Chilena radicada en Ecuador
Cuando se alcanza el límite de tolerancia, cualquier cosa puede suceder.
Guatemala es un país en plena destrucción: sus instituciones, cooptadas por las mafias; su infraestructura, abandonada con fines de privatización; su patrimonio natural, entregado a la agroindustria, la minería y las hidroeléctricas sin respeto por las consultas a las poblaciones afectadas; sus niñas, niños y adolescentes condenados a una vida de hambre y privaciones; sus fronteras, administradas por el narcotráfico; y sus instancias jurídicas, políticas y empresariales, hundidas en la corrupción más abyecta. Pocos países han caído tan profundo en tan breve tiempo.
Cuando por fin la tolerancia ciudadana terminó por colapsar impulsando a los guatemaltecos a salir a las calles para manifestar su repudio por las aberraciones cometidas por sus representantes en el Congreso -orquestadas estas por el presidente y su círculo inmediato- todo el aparato represivo se puso en marcha para aplastar este primer intento de ejercicio ciudadano. Premunidos de toda clase de recursos para dejar bien clara su intención de llegar hasta las últimas consecuencias, la policía y los agentes antimotines no tuvieron el menor reparo en agredir a manifestantes pacíficos con una violencia excesiva y totalmente injustificada.
Tal como ha sucedido en otros países, el gobierno guatemalteco utilizó las estratagemas ya conocidas de infiltrar a sus miembros de fuerzas de seguridad para cometer actos de vandalismo y adjudicárselos a los manifestantes. Aun cuando es innegable la posibilidad de que algunos grupos se excedieran en su manera de actuar, resulta más que obvio que hechos mayores –como la quema del edificio del Congreso- ya habían sido planificados desde los despachos oficiales. Todo esto acompañado del coro obediente de algunos adeptos, quienes comenzaron de inmediato a condenar en redes sociales la vandalización del patrimonio como si la destrucción de un edificio tuviera mayor relevancia que la de su institucionalidad y la vida de sus habitantes.
El presidente de Guatemala ya había enfrentado un proceso por ejecución extrajudicial. Se salvó por voluntad de un sistema judicial corrupto, así como se han salvado de condenas otros actores políticos y empresariales capaces de financiar generosamente su impunidad. Sin embargo, su débil naturaleza y su deuda con sus financistas en la cúpula empresarial, lo inducen a actuar como un pequeño dictador, sin reparo alguno en violar el marco constitucional con el único objetivo de disfrutar de un poder que no le corresponde, ya que el pueblo le ha manifestado su rechazo de manera explícita.
Este presidente sufre de un miedo patológico. No hay otra explicación a su conducta irracional. Es tal su incapacidad que ha evitado toda forma de diálogo y consenso, continuando de manera descarada una ruta de decisiones erráticas y el aprovechamiento de su poder para enriquecerse personalmente y permitir a su círculo más cercano utilizar al Estado como una caja de caudales a su disposición. Ante esta realidad, era lógico que la ciudadanía actuara para exigir el veto a un presupuesto de la Nación orientado hacia la quiebra económica y moral. Esa exigencia fue respondida con un despliegue de violencia policíaca pocas veces vista en los centros urbanos.
Ahora le toca a la ciudadanía poner las cosas en su lugar y recuperar los espacios perdidos durante muchos años de pasividad y tolerancia. Los señalamientos de algunos interesados en deslegitimar las protestas no deben detener el flujo de la historia, porque esa puerta recién abierta no debe cerrarse hasta recuperar la democracia perdida.
Solo el miedo de perder provoca acciones tan desesperadas.
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